jueves, 27 de noviembre de 2008

Mirar es un error.


Mirar es un error. Cuando subí, en México, al avión que me trajo a Nueva York, vi a una mujer muy bella de cincuenta y tantos, con ese estilo escandinavo de cara rubia dibujada fina, todo tan perfecto. Y con ella un fulano bastante arruinado: un sesentón con profusión de arrugas, que debió haber sido un tipo atractivo pero se veía que la vida le había pegado duro. Yo le miraba los jeans negros gastados, las bolsas en los ojos y me preguntaba, entre otras cosas, qué hacía ella para seguir con él, para ser fiel a lo que él había sido en algún antes, cuando se conocieron, cuando podían creer en aquellas ilusiones. Lo pensé, lo olvidé, me concentré en mi libro de Fuentes. Después, ya parados esperando que se abriera la puerta del avión, me fascinó mirar cómo el fulano se metía una birome en la oreja, la revolvía, la sacaba, la estudiaba con placer de connaisseur, se la ponía en la boca, la chupaba. Más degradación, pensé: el fulano está al horno. Pero fue justo entonces –¿cuando lo vi chupando cera en la birome?– que me di cuenta de por qué me sonaba su cara: era Paul Auster. Y la escena, de pronto, pasó a ser tan distinta: esa mujer era su esposa Siri, escritora correcta que prospera a la sombra del escritor famoso; la birome en su oreja una anécdota simpática, graciosa; los surcos en la cara las marcas de una vida bien contada. No es que viera otras cosas; fue que, de pronto, la historia que veía se hizo otra.
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Busco efectos. Camino por Nueva York y busco efectos. El mundo, se supone, se derrumba, Estados Unidos está en su peor crisis de los últimos 75 años, los bancos arden en el infierno de los bancos y no veo nada. En las calles de Nueva York todo brilla, reluce, los negocios repimpan, los carteles, los autos. ¿Cómo se ven en la calle las historias que se leen en los diarios? Camino, busco efectos, desespero un poco.
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Claro que podría contar las historias que me cuentan: que ahora es más fácil conseguir un taxi, que los restoranes ya no rebosan, que mucha gente tiene miedo de quedarse sin trabajo porque los diarios y la tele dicen que el mes pasado hubo 250.000 que lo perdieron. Pero entonces estoy volviendo a las cosas que salen en los diarios: que Starbucks, después de veinte años de crecimiento imparable, pierde clientes y McDonald’s, que ahora sirve cafecitos, se los llevó porque muchas personas están cuidando el dólar y Starbucks era un lujo pequeño que representaba la bonanza de estos años, y que por eso en el último trimestre ganó cinco millones cuando, en el mismo período de 2007, ganó 160. O que Circuit City, una gran cadena de venta de electrónica con 40.000 empleados, acaba de pedir la quiebra o que DHL, el correo paralelo elegante veloz, va a echar a 4.000 trabajadores de su central de Wilmington, Ohio, un pueblo de 12.000 habitantes donde todos dependen de esos empleos, o que la demanda en los comedores comunitarios de la ciudad creció 25 por ciento, y así sucesivamente. Claro que puedo contar esas historias, pero lo que yo quería era verlo en la calle, y que un vendedor de panchos y otro de bufandas me digan que la calle está dura no alcanza –seamos honestos– para nada.
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Llevo más de treinta años viajando, mirando, contando lo que veo, y todavía no sé cómo mirar. Camino, busco efectos. Estoy en Nueva York para la presentación del Informe sobre el Estado de la Población Mundial que hace todos los años el Fondo de Población de Naciones Unidas; yo escribo las historias del Suplemento Joven. Son vidas ligeramente desesperadas, esperanzadas –una chica etíope que se escapó de su pueblo para que no la casaran a los 10 años, un pastor mongol que trata de arañar algo de la modernidad, una cantante de hip hop vietnamita entre dos culturas, un estudiante palestino entre dos fuegos–, pero lo que más me impresiona, esta vez, es otra cifra: los 700.000 millones de dólares del plan de rescate de los bancos y aseguradoras y grandes industrias americanas es diez (10) veces más que lo que el mundo gasta cada año en su famosa “ayuda humanitaria”, o sea: las limosnas para que no haya tantas personas que se mueran de hambre, de sida, de tuberculosis, de aguas sucias. –O sea que esos 700.000 alcanzarían para dar ayuda por diez años. –No, si tuviéramos ese dinero todo junto se podrían hacer tantas inversiones productivas en los países más pobres que el hambre se reduciría a casi nada. Me dice un experto de la ONU: que ésa es la verdadera crisis y que cuando mira esos números, piensa esos números, casi le da gusto que acá la estén pasando un poco mal. Por eso, me dice, prefiere no mirarlos.
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Camino, busco efectos: los americanos acaban de votar un presidente como no lo habían votado en muchos años. Por toda la ciudad hay vendedores con mesas en la calle que ofrecen botones Obama: Hagamos Historia, Yo fui Testigo, Sí se puede, Victoria, Esperanza, y tantas otras. Lo veo como una muestra del entusiasmo americano por su nuevo presidente y su orgullo renovado, y así lo contaría, pero quiero saber más y entonces me paro a charlar con uno de los vendedores negros y le pregunto si está contento con Obama. –Sí, se vende bastante. –Con él, digo, con el presidente. –Ah, quién sabe qué va a hacer. –¿Vos lo votaste? –¿Yo? Y después otros dos vendedores, negros ambos, y uno solo me dirá que lo ha votado. Lo cual se podría usar para decir que el entusiasmo es fingido, a lo que se podría contestar que fingido puede ser el de los vendedores pero si venden es porque hay suficientes compradores entusiastas y que la compra es la forma americana del fervor, y me quedo parado frente a una de las mesas, pensando qué significa todo esto y entonces veo que el vendedor negro vende varios prendedores del presidente mulato a compradores blancos, y se me ocurre que es una metáfora de algo y después me arrepiento. ¿Quién sabe qué significan los gestos, las palabras, los relatos? ¿Quién aprendió a mirarlos?
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Mirar es más errores. Un rubio anteojos negros nariz de lobo cara de asesino serial de película mala se arrodilla para dar de comer a una ardilla en el parque; un petiso pelado paticorto atruena el aire en una Harley tres veces su tamaño, un policía lo para y él le ruega; un señor viejísimo judío con dos bastones viejos y una vieja esposa china medio ciega suben al colectivo y no se sientan en el primer asiento porque él le dice a ella no querida vos siempre igual no ves que estos asientos son para las personas con incapacidades. Cada uno de ellos me engañó, a primera vista, de algún modo. Igual lo intento, miro más, camino más, pregunto: ya estoy harto de oír a americanos tontamente orgullosos de que Obama vaya a ser su presidente, tan vanitos: –This is America. This could only happen in America. Te dicen todo el tiempo: esto sólo podría pasar en América. A un par me atrevo a preguntarles qué: ¿que los negros fueran esclavos hasta 1870, que fueran ferozmente discriminados hasta 1960, que todavía sean la enorme mayoría entre los pobres y los presos? ¿Es eso lo que sólo podría pasar en América? Digo, porque el resto –que un no-blanco presida un país no-africano– pasa en muchos lugares. Sin ir más lejos: Morales es muy indio, Chávez bastante más negro que Obama, por ejemplo.
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Camino, ya no busco. Pero me quedo con ese afiche de publicidad en muchas calles: Cheat Death –engañá a la muerte–, dice, en letras muy grandes, y te dice que comas granada, una fruta llena de antioxidantes, pero a esa altura a quién le importa. Engañá a la muerte, hacele trampas: si eso no es la civilización, si eso no es lo que venimos buscando desde que empezamos, es cierto que me olvidé de todo. Cheat Death, dicen, que es mucho más ambicioso que decir Cheat Crisis, Cheat the World, Cheat, Obama. Camino, encuentro algo.

Para reflexionar...